Estaba acostumbrada al ruido, al ir y venir de pies
inquietos, a las risas vibrantes trepando por las paredes; estaba acostumbrada
al afecto, al calor de un abrazo inundando todo el ambiente, a las manos
buscándose por debajo de la manta; estaba acostumbrada a los rayos de luz,
colándose intrépidos por cualquier resquicio, al color ilusionado de las
mañanas y estaba acostumbrada, también, al humo, que lo inundaba todo con sus
formas indescriptibles, que jugaba con mi pelo tras salir de tu boca y se
perdía en la inmensidad de aquel pequeño refugio.
Y, ahora, el silencio retumba en toda la casa como si
quisiera hacerla estallar, el vacío y la oscuridad lo invaden todo como
enredaderas que se apoderan de una casa abandonada, envolviéndola hasta hacerla
desaparecer. No hay pies inquietos, no hay risas, no hay afecto ni manos por
debajo de las sábanas, nada queda del color de las mañanas ni hay resquicios por
los que pueda colarse ni un ápice de luz. Sin embargo, ahí sigue, dispuesto a
expandirse el humo, contaminándolo todo… negros pulmones, negras paredes, negra
casa vacía.
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